Bienvenidas a Ruda y Cursi, el Diario de una chica -no tan- normal.

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Si el delineador se te corre, se te rompe la media antes de tu cita, las dietas no te funcionan, tu novio te dejó o lo engañaste, tu familia es disfuncional y hasta tus mascotas te odian... acá vas a encontrar a un montón de gente que podrá decirte: ¡Heeelloooooooo, mi vida también se rige bajo las leyes de Murphy! Pero hasta ellas mismas tienden a fallar por aplicar su propia ley... así que no todo está perdido.
Ruda & Cursi es un blog dedicado exclusivamente al relato de varias chicas que un día quisieron mostrarle al mundo que no todo es perfecto. Aquí mismo encontraras desde relatos cortos hasta novelas. ¿Qué esperas para empezar?

lunes, 2 de mayo de 2011

Mery And Audrey, Capitulo 3: Ahogándome en el Támesis.

Es que acaso ¿puedo sentime más miserable? Pensaba Mery, con cierta frecuencia cuando entraba al laboratorio donde trabajaba. La verdad era que no, no podía sentirse menos deseada, menos mujer, menos pedazo de mierda. El horario había cambiado y ahora entraba a la una de la tarde. Una vez dentro del laboratorio procedía a la rutina diaria, ponerse el delantal blanco que la hacía verse más inmensa y más marsupial que nunca, la cofia en la cabeza que no era para nada sexy, y como si fuese poco, el estúpido barbijo que la hacia acalorarse con tan sólo respirar. ¡Si señores, su vida era desgraciada! Lo comprobaba cada día cuando, al ingresar, su superior, a veces compañero de trabajo, Bastien, la miraba desde la oficina y le lanzaba un leve saludo con la mano. Aquel maldito bastardo era un verdadero patán, un gran, incalculable y molesto grano en el culo. Su compañera de trabajo, Diana, era lo más cercano a una amiga, además de Audrey y ciertamente una de las pocas personas que soportaba. Pero otra vez volvía a generarse la misma pregunta insulsa ¿por qué diablos me llevo bien con gente que no maneja las palabras y nada más las escupe de su boca como misiles en Guerra? Ni mierda que algún día lo entendería, era el gran misterio.
Mientras Diana le hacia unos bailecitos eróticos camuflada en su delantal, Mery apenas podía devolverle una sonrisa, este condenado trabajo la fastidiaba, pero tenía que vivir, comer  y ¡Oh sí, por sobre todas las cosas, comer!
Los días laborales en el laboratorio eran largos, carajo que lo eran, no veía el momento de cumplir sus seis horas y largarse de una buena vez. Pero, generalmente, odiaba mucho más los martes, cuando hacían vaselina líquida y su torpeza le propagaba unos buenos enchastres que aquel demoníaco delantal no protegía.

¿Acaso Diana esta tirándose al encargado que nunca le toca llenar estos envases de mierda? Quiero recordar por qué tengo que trabajar en este estúpido laboratorio una vez más y así evitar darle a George —el encargado— una buena paliza y dejarlo lisiado, maldito viejo demente.

Claro que Mery recordaba a la perfección por qué coñazo estaba en ese lugar: no quería dependencia alguna de su madre, no quería que le pregunte que hacía con su dinero, no quería que le aconsejara que era mejor comprarse ropa nueva —y esta vez algo más femenina— que gastarla en libros, cigarros o botellas interminables de whisky. Porque así era su vida, si no estaba como una zorra ermitaña en su habitación leyendo en cuanto microsegundo tuviese desocupado, estaba fumando o tomando whisky para olvidar cuan patética era su vida —siempre enfatizando el costado sentimental— o como de costumbre, haciendo las tres cosas a la vez, mientras Audrey del otro lado se aplicaba cremas reafirmantes. No era casualidad, entonces, que Audrey tuviese un cuerpo más fino y acentuado que ella. O digamos, de alguna manera más soez, que Audrey tuviese un cuerpo más fino y acentuado, y no como Mery, una maldita figura que podía vestirse sólo si alguien la acompañaba a robar un cubre-calesitas para usar de camisa.
Mery no recordaba cuando había sido la última vez que se sintió mujer, ni cuando había sido también la última que intentó salir a bailar con Audrey sin sentirse un maldito sapo de otro pozo que sólo se echa a un costado de la barra y con una mirada devastadora espanta a cualquier pretendiente. Había una realidad de todas formas, Mery no era tan bicharraca como pensaba, la verdad aquí era que no le gustaba socializar, la excusa de su fealdad eran a base de no poder dirigir dos palabras a otro ser caminante que no fuese un perro o su compañera con quién compartía hogar.

Uno, dos, tres, cuatro, sesenta y ocho, sesenta y nueve —contaba mientras llenaba los tarros con vaselina líquida de doscientos mililitros. —Setenta ¿cuándo mierda se acaban? Setenta y uno, setenta y dos, si me pagaran extra por hacer esta porquería vendría a trabajar desnuda, lo juro, setenta y tres, setenta y cuatro, setenta y cinco, no, mejor no, no quiero que me despidan tampoco, setenta y seis, ¿o sí? —Mery hizo una pausa sin pensar con seriedad que aquella maquina que despedía ese fluido tan grasiento no frenaba como ella — ¡Mery!– se dijo a si misma por sus adentros —Mery ¿queremos que nos despidan? —, tenía la costumbre de hablarle a su persona interior como si fuesen dos, sí, estaba volviéndose loca o trabajar en ese mismo laboratorio con ácido sulfúrico estaba afectándola.

— ¡Mujer! —Gritó George, el encargado, al otro lado de la sala.

— ¿Eh? —Apenas pudo contestar Mery, Diana la miraba con sorpresa y algo divertida, había estado volcando vaselina desde hacia al menos cinco segundos, bien, eso era un desastre.

—¡La maquina, muchacha, apágala! —George era un maleducado, porque además de su cara de mierda, era bastante poco caballero, lo había notado desde que su maldición empezó el día que ingresó en ese laboratorio, un trabajo tan ingrato como pocos. Y más si tu encargado es un viejo de cincuenta años separado, con olor a cigarrillo podrido, o al menos esa era la fragancia que para Mery, el hombre despedía.

—Lo siento, George.

—Ya lo limpiamos. De todas formas son las seis. —Si había algo que Mery adoraba de Diana, era con la justicia que trabajaba. Aquella regordeta no iba a regalarle ni diez segundos de su día, la maldita debería estar metida en el gremio o algo por el estilo, pero aún así era amable. Al menos la ayudó a limpiar toda la porquería que se había derramado.

*

—Buenas tardes, Telefonía Fija Interpersonal, ¿en qué podemos servirle? —contestó la operadora al otro lado del teléfono.

—Interno nueve. Gracias. —Audrey estaba exasperada, ¿por qué tendrían que interponerse aquellas mujeres al teléfono? Si pudiese pedir un deseo en esta vida, seguramente sería conseguir el móvil de Anthony.

¿Cómo será su apellido, ha? Tiene que ser muy Inglés, lo presiento, no puede ser simplemente Sparks —además del pequeño detalle del acento, zorrita —quizá Aldrich, Shepard, Bentley, ¿Gray? No, Gray es muy común, no creo que él sea para nada co… -una voz sensual, tal como ella describía, respondió el llamado.

—Telefonía Fija Interpersonal ¿en qué puedo servirle? — ¡Era Anthony! Audrey carraspeó pero no dejó que eso la pusiera nerviosa.

—Anthony querido, esta vez déjame hablarte —rogó la chica.

— ¡Por dios, señorita Audrey! ¿Acaso no le ha llegado mi carta? —preguntó ofuscado el joven.

—Yo hubiese preferido algo más informal, se que ustedes los ingleses acostumbran a —él la interrumpió:

—Usted no sabe nada de mí, y aun así esta empecinada en creer lo contrario. —Anthony realmente estaba fuera de sus cabales, pero Audrey rezaba unos diez padre nuestro para que él no le corte, como solía hacerlo siempre. —Escúcheme una cosa, si tanto me estima, hágame el favor de convertirse en aire. ¡Van a despedirme si la trato mal, pero no me deja opción! Cuando le dije figúrate, lo dije muy enserio. Ahora si me disculpa. —Y cortó.

Bien, si algo en esta vida era Audrey o señorita Audrey — ¿podían dos simples palabras excitarla de esta manera?— como la llamaba Anthony unos diez segundos antes de cortar el teléfono, era ser perseverante. Su madre había perseguido al escritor con quien terminó casándose, por diez años, hasta que al fin lo atrapó, aunque, bien sabía que terminaron juntos después que él a su vez, se divorcie de la mujer que ciertamente estaba un poco loca y le gustaba llenar la casa de gatos, por lo que terminó viviendo en la mugre al unísono que le enviaba una petición para dividir bienes.

La noche anterior, Audrey había soñado con él, con Anthony. Soñaba como la rescataba de la aburrida Brooklyn y la llevaba a recorrer Tower Bridge, el puente más famoso del Támesis, que todavía se eleva para permitir el paso de los barcos para llegar a la Tower of London, uno de los castillos normandos mejor conservado de Gran Bretaña. Soñar no costaba nada, al menos no tanto como las malditas llamadas a Telefonía Fija Interpersonal, que no entendía como carajo hacían para cobrarle esas estupidas comunicaciones cuando se suponía que la atención al cliente era gratuita.

Anthony me lo devolverá con amor —pensaba Audrey, más que con esperanza, rozando la demencia. 

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